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024 – EL PROYECTO YAXCHILAN Y LAS ALTERNATIVAS DE CONSERVACIÓN EN LA DÉCADA DE 1970 – Daniel Juárez Cossío – Simposio 22, Año 2008

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Juárez Cossío, Daniel

2009        El Proyecto Yaxchilan y las alternativas de conservación en la década de 1970. En XXII Simposio de Investigaciones Arqueológicas en Guatemala, 2008 (editado por J.P. Laporte, B. Arroyo y H. Mejía), pp.296-306. Museo Nacional de Arqueología y Etnología, Guatemala (versión digital).

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EL PROYECTO YAXCHILAN Y LAS ALTERNATIVAS DE CONSERVACIÓN EN LA DÉCADA DE 1970

Daniel Juárez Cossío

Dirección de Estudios Arqueológicos del Instituto Nacional de Antropología e Historia, México

ABSTRACT

THE YAXCHILAN PROJECT AND PRESERVATION ALTERNATIVES IN THE 1970s

My objective here is to present the general approaches that guided the activities of the Yaxchilan Project in Chiapas, in the sphere of research as well as in preservation, with special emphasis on this last aspect. For this, I briefly address the historical context in which various programs of research and preservation operated in Mexico prior to the end of anthropological work in the late 1970s. This outline will allow for the understanding of the debate within which the Yaxchilan Project was framed, and in this way examine the criteria that were followed in the restoration y presentation of the site. Given this perspective the project results will be evaluated in light of current debates.

Para Augusto Molina Montes, maestro y amigo…

[…] el arte, en su representación y en su forma meramente individual, abraza el todo y refleja el cosmos en su seno. B. Croce, Breviario de Estética.

¿De qué te sirvió contemplar el fin de la revolución, el penoso trayecto de este siglo, el sanguinario envejecimiento de nuestra causa? Si algo aprendimos en  esta era de dictadores y profetas, de carniceros y Mesías, es que la verdad no existe: fue aniquilada en medio de promesas y palabras. Aníbal Quijano. J. Volpi. El fin de la locura.

EL RESTAURO CRÍTICO COMO MARCO DE REFERENCIA

Cuando abordamos la tarea de establecer el papel de la conservación y la manera en que ésta se articula con el diseño de proyectos de investigación arqueológica, una de las primeras tareas reside en comprender los posicionamientos teórico-metodológicos en que ambas disciplinas convergen al desarrollar su práctica concreta. Bajo esta perspectiva y dado que el tema central de esta ponencia tiene como propósito la reflexión sobre los retos que implica la conservación de sitios arqueológicos, el énfasis de esta exposición girará en torno a la manera en que la presente labor fue concebida al inicio de la década de 1970, de manera particular en Yaxchilan; aspecto que, por otra parte, nos permitirá no sólo valorar los resultados obtenidos, sino proyectarlos dentro de las nuevas corrientes y sus prácticas actuales. Para comprender este proceso, considero necesario revisitar las transformaciones operadas por la teoría del restauro durante “nuestro breve siglo XX”, para contextualizarlo en el tiempo braudeliano.

Los principios del restauro científico fueron formulados al despuntar el siglo XX por Camilo Boito primero y Gustavo Giovannoni poco después, quienes concibieron la restauración de los monumentos a partir de su valoración histórica, sustentada, por tanto, en datos concretos y no en hipótesis; visión que fue recogida en la Carta de Atenas y la Carta Italiana del Restauro, ambas redactadas en 1931 (Molina Montes, 1975).

Sin embargo, las excepcionales condiciones de posguerra llevaron a la revisión de estos conceptos, sólo que ahora bajo los principios de la estética idealista de Benedetto Croce, pues la conservación de los monumentos, concebidos como obras de arte, planteaba la necesidad de privilegiar su valor estético. De esta manera, la escuela italiana, sin renunciar del todo a los postulados del restauro científico, sentó las bases del restauro crítico, cuyos aportes más significativos fueron formulados por Renato Bonelli, Roberto Pane y Cesare Brandi, quienes redefinieron la teoría del restauro frente a la dicotomía entre el reconocimiento de los valores artísticos por encima de los históricos.

Como director del Instituto Centrale del Restauro, Cesare Brandi desarrolló la “teoría crítica del restauro” a lo largo de casi 20 años (1939-1959), cuyas líneas fundamentales quedaron expresadas en la Carta Italiana del Restauro de 1972. Para Cesare Brandi, restaurar constituye una operación que devuelve la eficiencia a un producto de la actividad humana denominado “obra de arte”, la cual, en su singularidad, es reconocida por la conciencia como expresión del espíritu humano. Este acto supone una doble exigencia a tal reconocimiento: como instancia estética en su calidad artística, y como instancia histórica en su vector espacio-temporal:

“La restauración constituye el momento metodológico del reconocimiento de la obra de arte, en su consistencia física y en su doble polaridad estética e histórica, en orden a su transmisión al futuro” (Brandi 1999:15).

De su percepción en la conciencia individual derivarán los principios de intervención para asegurar su consistencia física, pues es, en ésta última, donde se manifiesta la imagen y opera su reconocimiento como obra de arte. Dos axiomas guían la restauración: 1) sólo se restaura la materia de la obra de arte conforme a la exigencia de la instancia estética, sin olvidar la instancia histórica; 2) la restauración debe restablecer la unidad potencial de la obra de arte, sin caer en falsificaciones artísticas o históricas y sin borrar la huella del tiempo (Brandi 1999:17).

Para Cesare Brandi la materia constituye la “epifanía de la imagen”, y como tal, ésta se formaliza en su estructura y en su aspecto, por ello deben distinguirse los materiales originales de los agregados y evaluar las alteraciones que sufrieron en su itinerario temporal. Dado que la materia constituye la expresión de la imagen, la restauración no debe interferir en los significados de la obra, incluida la cualidad de su atmósfera, pues de ello dependerá su lectura como organización semántica.

La obra de arte se concibe como unidad, por ello debe subsistir potencialmente como un todo, incluidas las huellas que resistieron a la disgregación de sus materiales. Esto descarta intervenciones por analogía, limitándose, simplemente, a desplegar las sugerencias implícitas en los fragmentos para evitar su falsificación. De aquí derivan tres principios prácticos: 1) la reintegración, sin romper con la unidad, debe reconocerse fácilmente; 2) el empleo de soportes armonizará con la instancia histórica; 3) cualquier tipo de intervención no impedirá eventuales tratamientos a futuro.

Cesare Brandi apunta que la restauración, bajo su aspecto fenomenológico, debe establecer los momentos que caracterizan la inserción de la obra en su dimensión histórica, y para ello distingue tres momentos: 1) el momento creativo, 2) el intervalo entre la culminación del proceso creativo con el momento que nuestra conciencia actualiza la obra, y 3) como instante en que la obra irrumpe en la conciencia:

“La restauración, para representar una operación legítima, no deberá concebir el tiempo como algo reversible, ni la abolición de la historia […] Por ello, la restauración, cuando se refiere a las ruinas, no puede ser más que consolidación y conservación del statu quo, pues en otro caso la ruina no sería tal, sino una obra que todavía contendría una implícita vitalidad, suficiente para emprender una reintegración de la unidad potencial originaria” (Brandi 1999:33-36).

RUPTURA Y DISIDENCIA

En un trabajo reciente, Carlos A. Aguirre Rojas planteó que:

“La revolución mundial de 1968 transformó de raíz todas las estructuras generales de la reproducción cultural del conjunto de las sociedades modernas, abriendo el espacio para nuevas perspectivas y nuevas interpretaciones de la realidad social y de la realidad en general” (Aguirre Rojas 2003:24).

En efecto, diversos autores coinciden en señalar el impacto que los movimientos contraculturales ocasionaron al finalizar la década de 1970 en la antropología mexicana (Méndez Lavielle 1987; Téllez Ortega 1987), y de manera particular en la arqueología con la llegada de nuevos enfoques, entre los cuales destacaron, la New Archaeology de la escuela estadounidense, la Analytical Archaeology de la escuela británica y el materialismo histórico que favoreció la configuración de la Arqueología Social asumido por la escuela latinoamericana.

David L. Clarke en su prefacio en Arqueología Analítica, publicado precisamente en 1968, anotaba:

“La arqueología es una ciencia empírica e indisciplinada, carente de un esquema de trabajo sistemático y ordenado basado en modelos y reglas de procedimiento claramente definidos y manifiestos; carece, además, de un cuerpo teórico central capaz de sistematizar regularidades implícitas en sus datos, de tal manera que los residuos excepcionales que distinguen cada caso particular puedan ser rápidamente aislado y fácilmente valorados. […] A falta de una explícita teoría que defina de una forma viable estas entidades y sus relaciones y transformaciones, la arqueología continúa siendo una profesión intuitiva, una destreza maquinalmente aprendida” (Clarke 1984: XII).

Estos enfoques permitieron cuestionar no sólo la práctica disciplinar, afectó también a uno de los productos más elaborados que la arqueología mexicana heredó del sexenio Alemanista, afanado en presentar el movimiento armado de 1910 como parte del programa de gobierno, cuya aspiración, en el imaginario oficial, marcaba el rumbo del país y afirmaba el nacionalismo: la revolución como destino de la nación (Hale 1966). Este proceso favoreció el desarrollo de la antropología mexicana, dentro del cual se enmarcaron diversos proyectos de investigación arqueológica, orientados, fundamentalmente, hacia la conservación de la arquitectura monumental (Téllez Ortega 1987), lo cual abrió el camino para una “exagerada e indebida primacía a la reconstrucción, como fin y meta de diversos proyectos oficiales de la arqueología mexicana” (Juárez Cossío 2008; Molina Montes 1975:5), cuyo caso paradigmático fue, quizá, el proyecto Cholula.

Este proyecto, bajo la dirección de Miguel Messmacher, inició actividades en noviembre de 1966 y fue suspendido en mayo de 1967 por las autoridades del INAH; sus objetivos eran reanudar la actividad científica comenzada por Manuel Gamio en 1917:

“Dos concepciones diferentes e irreconciliables de la Antropología presentan una aguda disyuntiva en principio. Los autores del informe creen en la necesidad de integrar al Hombre con su circunstancia; contribuir al progreso del país integrando su pasado a nuestra estructura actual; explicar los factores que confluyen en el fenómeno social, su proyección y planear, con deseo de crear modelos científicos, el desarrollo futuro del área y la región económicamente afectada en torno al hombre. […] En contra de este proyecto se han confabulado los sectores retrógrados del INAH, que pretenden conservar sus privilegios, obstaculizando sistemáticamente el paso de nuevos investigadores, actitud totalmente anticientífica (Messmacher et al. 1967).

En efecto, tras la remoción del equipo dirigido por Miguel Messmacher, se nombró a Ignacio Bernal, entonces Subdirector Técnico del INAH, como coordinador del proyecto Cholula; quien, tras la muerte de Eusebio Dávalos Hurtado, asumió la Dirección General del INAH y encargó a Ignacio Marquina la ejecución del proyecto (Marquina 1970:5). Los resultados fueron la enorme pirámide de concreto que, parafraseando a Cesare Brandi, es una falsificación histórica y una ofensa estética.

Pese a ello, posturas disidentes buscaron alternativas a la reconstrucción arquitectónica: Augusto Molina Montes (1975), Salvador Díaz-Berrio Fernández (1976) y Carlos Flores Marini (1980a), fueron sólo algunos de estos protagonistas. Sin duda, lo más destacado en aquellos años fue la Primera Reunión Técnica Consultiva sobre Conservación de Monumentos y Zonas Arqueológicas realizada en agosto de 1974 (Castillo et al. 1974:51), de la cual derivó un documento que aspiraba regular la restauración, el cual, sin embargo, en escasas ocasiones fue atendido para el desarrollo de programas de excavación; incluso, como señaló Carlos Flores Marini (1980b:36), algunos investigadores, entre ellos César A. Sáenz, discreparon de las conclusiones, y quien apenas, entre 1970 y 1971, había reconstruido el Cuadrángulo de las Monjas en Uxmal (Sáenz 1972:32).

El documento de la Primera Reunión, haciendo eco del restauro científico, partió de la valoración histórica del monumento, por lo que la consolidación se consideró como el único criterio válido de intervención, pero abrió la posibilidad de discutir aspectos excepcionales de restauración. En su carácter normativo, señaló que los procesos de restauración requerían la comprensión del edificio como un todo, incluido su entorno, de ahí la necesidad de racionalizar del desmonte. Estos últimos aspectos fueron tomados de la Carta Italiana del Restauro de 1972 que contenía, como ya hemos indicado, algunos principios del restauro crítico, como el concepto mismo de restauración, cuya intervención debía mantener el funcionamiento y lectura de las obras, prohibiendo la reconstrucción estilística o por analogía que suprime la historicidad de la obra a través del tiempo (Díaz-Berrio Fernández 1986:91-105).

Algunos investigadores optaron por esta alternativa, entre ellos Carlos Navarrete (1975, 1976) en Chinkultic, Chiapas, quien durante las temporadas de 1975 y 1976 concluyó la exploración y consolidación de la Estructura 1, restaurada previamente por Roberto Gallegos. Otro caso interesante fue las excavaciones en Cacaxtla, Tlaxcala, de Daniel Molina Feal y Diana López de Molina entre 1975 y 1979, surgidas, originalmente, como un programa de salvamento que fue motivado por acciones de saqueo, donde:

“El principal criterio en torno a la restauración de Cacaxtla fue el respeto a la obra prehispánica y el pleno convencimiento de que la menor intervención posible que garantice la estabilidad y preservación del elemento restaurado, es el camino mas honesto” (López de Molina y Molina Feal 1986:30).

EL PROYECTO YAXCHILAN: RESULTADOS Y PROYECCIÓN

El Proyecto Yaxchilan inició sus actividades en diciembre de 1973 bajo la dirección de Roberto García Moll. En él se plantearon dos ejes centrales: investigación y conservación. En el primero, los objetivos fueron la caracterización cultural del sitio y la de su área de participación; en el segundo, el aspecto nodal fue la restauración arquitectónica y la protección de su entorno. Para ello se consideró, como criterio de intervención, las pautas trazadas por la Carta de Venecia y las resoluciones surgidas de la Primera Reunión (García Moll 1975, 1978); este último aspecto, visto en perspectiva, fue el que realmente mantuvo el peso específico a lo largo del proyecto.

El sitio ofrecía condiciones inmejorables para llevar a cabo un programa de conservación bajo este nuevo enfoque, dada su situación de relativo aislamiento que le había permitido sobrevivir al saqueo así como a intervenciones previas. Desde la primera temporada se elaboró un diagnóstico sobre el estado de conservación de los edificios, los cuales quedaron agruparon conforme a problemáticas específicas, en tres grandes apartados:

  • Edificios que conservan casi todos sus elementos arquitectónicos, sin embargo, el crecimiento de vegetación ocasionó alteraciones estructurales, por lo que su intervención debería ser atendida en el corto plazo.
  • Edificios que ya no conservan cubiertas y requieren ser intervenidos a mediano plazo para mantener su estabilidad.
  • Edificios que dado su deterioro, no ofrecen mayores riesgos de estabilidad.

Las primeras temporadas fueron de aprendizaje y permitieron afinar los criterios de intervención, analizar problemas específicos e instrumentar soluciones que no fueron más allá de la consolidación de elementos arquitectónicos, reforzamiento de núcleos y restitución de elementos estructurales en casos críticos. La primera etapa del proyecto, entre 1973 y 1985 comprendió la exploración y consolidación de numerosos edificios situados en la Gran Plaza y la Acrópolis Sur; la segunda etapa, entre 1989 y 1991, contempló la intervención del conjunto denominado Pequeña Acrópolis o Acrópolis Oeste; finalmente, durante la tercera etapa, se planteó un amplio programa de mantenimiento que incluyó el primer borrador para elaborar la propuesta de Plan de Manejo para el sitio (Figura 1).

La segunda etapa del proyecto, específicamente en el campo de la conservación arquitectónica, más allá del pragmatismo que impone acatar mecánicamente las normas asentadas en la Carta de Venecia, la Carta Italiana del Restauro o las resoluciones de la Primera Reunión se determinó la necesidad de revisar los conceptos centrales del restauro crítico bajo nuevos posicionamientos, como los de la conservación integral impulsados por Marco Dezzi Bardeschi, quien reformulando algunas ideas de John Ruskin, recuperó la importancia de valor histórico por encima del estético, con lo cual se busca conservar la autenticidad de la materia y rechazar la restauración como práctica mitificadora; consideración particularmente útil en nuestro campo, donde al patrimonio cultural, particularmente al prehispánico, se le ha dado un muy generoso uso ideológico (Figura 2).

Bajo estas consideraciones, la exploración y conservación de la Pequeña Acrópolis o Acrópolis Oeste, mantuvo como principio central restaurar el conjunto conforme a su instancia histórica (Figura 3), aspecto que nos llevó a identificar y evidenciar los cambios operados en el tiempo a partir de sus distintas etapas constructivas y agregados (Figura 4). En términos de lo que implican las intervenciones de consolidación en contraposición a las de reconstrucción, en su principio más práctico y elemental, se resuelve el problema de no tener que diferenciar entre elementos originales de los reconstruidos, pues sólo se restaura la materia en su consistencia física, como postulaba Cesare Brandi (Figura 5). Por ello, las acciones llevadas a cabo privilegiaron la restitución y reforzamiento estructural de los núcleos, lo cual, en su aspecto formal, favorece la percepción de los volúmenes. Pero este principio tan básico no es donde reside el sentido de la conservación, sino en la lectura que podemos hacer de los volúmenes, sin alterar ni introducir elementos ajenos que modifiquen el despliegue de los significados implícitos (Figura 6).

La ciudad, a la cual se articulan plazas, edificios y monumentos escultóricos, configura espacios vivos que se inventan, los cuales, en su doble acepción como señaló Paul Ricœur: como creación y descubrimiento, representan en ella las aspiraciones del imaginario colectivo; esto la convierte en un texto: la relación entre construcción histórica y su correlato, la de un pasado abolido y preservado en sus huellas (Ricœur 1996:779). En Yaxchilan, los rasgos del paisaje, como el río a partir del cual se organizó el asentamiento, o las elevaciones donde se situaron ciertos conjuntos destacados, fueron asimilados simbólicamente y resignificados en metáforas a lo largo de su historia. Este es realmente, desde mi punto de vista, el valor de respetar la instancia histórica y evitar la reconstrucción, con ello abrimos la posibilidad de comprender los espacios construidos o lo que de ellos permanece: “las ruinas”, fragmentos narrativos de un relato que surge en la intertextualidad de la ciudad; es el punto donde converge la integración entre arqueología y restauración como disciplinas.

La Pequeña Acrópolis como espacio arquitectónico, como organización semántica, como huella dilatada por el tiempo -diría Paul Ricœur (1996:802)-, ocupa una posición destacada en la configuración general del asentamiento. Este aspecto le confiere un carácter de monumentalidad, el cual no obedece a su magnitud, sino a su apariencia con relación al paisaje y a la impresión que causa sobre el observador. Nuestra labor entonces, consiste en rescatar el significado de ese pasado que hemos preservado en sus vestigios, cuya “huella es uno de los instrumentos más enigmáticos por lo que el relato histórico ‘refigura’ el tiempo” (Ricœur 1996:815) sin alterar el significado del conjunto, pero reasignando espacios al orden simbólico en el análisis e interpretación del material arqueológico, con lo cual abrimos la posibilidad de construir historias desde múltiples perspectivas, sin perder de vista, como señala Ian Hodder (1988:187), que la construcción del pasado se hace subjetivamente en el presente, cuyo pasado subjetivo aparece implícito en la actuales estrategias de poder. Adicionalmente, como indica Marc Augé:

“La conversión de la mirada que supone la elaboración de una historia del presente (por lo cual no es más el pasado que explica el presente sino el que guía una o muchas relecturas del pasado) es por ella misma, si no un objeto para el antropólogo, al menos el signo de que algo importante ha cambiado en una de las cosmologías que él puede legítimamente estudiar si toma en consideración la observación de su propia sociedad o, más exactamente, del conjunto planetario del cual ésta encuentra muchas de sus referencias esenciales” (Augé 1994:13).

Esta manera abordar la conservación de monumentos desde la teoría del restauro, muestra afinidades con los enfoques postprocesualistas de la teoría arqueológica. A diferencia de la New Archaeology, conciben al individuo como creador de su propio sistema de símbolos y significados que son formalizados en la cultura material como proceso social activo, de tal manera que todos los aspectos de la producción cultural pueden ser aprehendidos como un texto susceptible de lecturas múltiples (Hodder 1988; Nalda 2001).

Bajo esta perspectiva, no es posible concluir si nuestra estrategia en la forma de abordar los problemas derivados entre arqueología y conservación han sido los correctos; si los significados asignados a la evidencia material, a sus huellas, hayan sido aprehendidos correctamente en términos de su coherencia con sus propios sistemas de valores. Quizá la única certeza que tenemos, es la necesidad de reflexión constante en la manera que actuamos sobre los monumentos, en dejar abierta la posibilidad de reinterpretaciones bajo otras ópticas.

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